Neoliberalismo

por Mario Valdivia

El neoliberalismo es muy mal comprendido, asegura una vieja amiga combativa, dedicada actualmente a la cría de alpacas y al cultivo de frambuesas moradas, con vista privilegiada al volcán Antuco. Sofi, ¿cierto?, y no es todo, además abandonó a poco andar un PHD en ciencia política que consiguió en alguna universidad alemana de alta gama. Sostiene que el neoliberalismo no es solo, ni principalmente, un fenómeno económico, el “libertarianismo” de mercado, también le lleva un extremado liberalismo cultural. Ambos constituyen una misma reacción en contra de la presencia, a veces muy marcada, de manifestaciones sociales comunitarias de corte nacionalista, religioso, de clase, localistas, particulares… Los encarnan nuevas elites gestoras, expertas e intelectuales que se han instalado en los centros de poder de las empresas, el estado, los medios, las organizaciones no gubernamentales… La oligarquía de familias propietarias de empresas y medios, de políticos que representaban en el Estado intereses de grupos socioeconómicos bien definidos, y de dirigentes de sindicatos y organizaciones sociales de base que imperaban en las democracias hasta fines del siglo pasado, ha sido sustituida en la actualidad por managers, intelectuales, expertos y dirigentes de ONG que se instalan por encima de todo, poseídos del afán universalista igualitario de una ideología y unas prácticas extremadamente liberales.  

¿Por encima de qué?, le pregunto un poco escandalizado por el intento de borrar las diferencias entre los neoliberales económicos y los libertarios culturales. Responde que, como buenas elites, rápidamente descubren que la voluntad popular las complica, las mayorías las joden, e inventan expedientes para limitar la democracia y proteger sus posiciones elitarias. Le exijo que me dé ejemplos, excusándola de hacerlo con los libertarios económicos, con la historia de Pinochet basta y sobra. Asegura que en este caso el asunto es más sutil, obviamente menos brutal, y me hace presente la desconfianza a la democracia debido al posible control de grupos de interés particulares, la facilidad que tiene para ser corrompida, y en seguida pasa a recordarme historias más evidentes de fachos pobres, de obreros sin consciencia de clase vendidos al dinero y al consumo, de propósitos progresistas demasiado luminosos y avanzados para la masa de votantes populares, del empeño declarado por negarle el derecho a voto a los extranjeros residentes. Me deja con la cola entre las piernas, pero tiene más: la manera de relacionarse con los votantes, que antes era democrática y buscaba hacerse parte de ellos, hoy es gestionada desde arriba mediante expertos de ONG, esas fundaciones que gustan tanto, y en el Estado por el triunfo de políticas públicas (expertas, sutiles, complejas, difíciles de explicar a la plebe) sobre la política, y por la omnipresencia tras bambalinas del villano invitado a todas las fiestas, el consultor en comunicación estratégica, el experto en camuflar el frente con el perfil. Cachando que me pone perplejo, insiste con un argumento que según ella es definitivo para demostrar el carácter poco   democrático de estas elites: en su momento más favorable ninguna alcanza realmente un tercio del voto ciudadano, como dejan en claro los famosos dos plebiscitos de bochornosa memoria para ellas.   

La verdad es que mi visita perseguía la satisfacción de afanes eróticos movilizados por viejos recuerdos, pero es obvio que a mi amiga le interesa más hablar que otra cosa, así es que me dedico a oír y a digerir unas tostadas poco destacables embadurnadas con mermelada de murta y mosqueta. ¡Joder!, pero vale la pena, lo que dice me despierta intereses no hedonistas que suprimen las expectativas anteriores. No sé, a lo mejor la edad colabora.

Pero, le discuto, si constituyen una misma elite, por lo menos si comparten el estilo libertario, que me explique el brutal enfrentamiento entre ellas que produjo el famoso estallido de 2019. Asegura que siempre hay izquierdas y derechas en las elites, cualquiera que ellas sean, hoy a unas les interesa más la libertad económica y a las otras la libertad de costumbres y normas de convivencia social, sin embargo, el carácter como elite de ambas las unifica en el trasfondo, su pretensión universalista, la distancia hacia arriba que mantienen con el no experto, el menos iluminado por estudios y titulaciones, el compadre de a pie. Le exijo que me explique la dureza del enfrentamiento en el estallido, su carácter radicalmente contradictorio. Que no exagere, me pide, fue una generación de profesionales, expertos e intelectuales con todos los merecimientos educacionales para entrar a la elite, que eran recluidas en pacientes salas de espera hasta la próxima por la elite economicista derechista dominante, ejerciendo exclusiones arbitrarias. Entre ellas, ser mujer, tener comportamientos sexuales diferentes y, especialmente, ser flaite, venir de abajo, ser un aspirante de primera generación. No sé por qué recuerdo en ese momento que mi vieja amiga nunca fue especialmente cuidadosa con el lenguaje. Me informa de refilón que en 2020 el 31% de la población posee un título universitario, y un 41% de los compadres entre 25 y 34 años cuenta con educación superior completa, un aumento al doble de lo que ocurría en 1990. Insiste en que el estallido social fue el reclamo violento de centenares de miles de personas con el mérito suficiente por salir de la sala de espera generacional y ser admitidas en la elite profesional que lo dirige todo, desde las empresas, el Estado, los medios, las ONG y fundaciones… No en nombre propio, obviamente, sino del derecho universal de ejercer una plena libertad en forma sustantivamente igualitaria.   

Me pide que observe como cambian las cosas ahora que ese reclamo ha ido siendo concedido. Las nuevas elites se ponen conservadoras, se distancian de los reclamos más extremos, descuben que la democracia no necesariamente las favorece, la relativizan y se protegen de ella, se ponen jodidos con la migración, con el voto de los extranjeros, con el comercio informal y la delincuencia de gente desesperada sin más posibilidades que esas, reafirman la importancia del mérito, las titulaciones y la formalidad, el respeto a ciertos principios económicos, en fin…

Cargado con dos frascos del ensamblaje de mermeladas, regreso, reflexionando, a mi caleta. A medio camino, cruzando el flamante puente del Dañicalqui, después de atravesar por una carretera recién inaugurada grandes campos de cultivo regados con esas nuevas máquinas de aspersión gigantescas de última generación, me doy cuenta de que la visita salió más movida y controversial que el anticipado revolconcito. Cómo pasan los años, compadre, todo nuevo.    

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