Ha emergido, luego del 4-S, un debate sobre dos temas importantes del funcionamiento de la sociedad chilena: el del condicionamiento de las conductas y el de las fronteras del individualismo, temas de controversia de más amplio espectro que las fronteras nacionales.
La reflexión sobre el mayoritario voto de rechazo a la propuesta constitucional de la Convención el 4 de septiembre pasado ha tenido expresiones descalificadoras de los análisis de condicionamiento de las conductas, que supondrían una actitud despectiva hacia la ciudadanía de a pie al no respetar lo que sería su autonomía de la voluntad. Pero ¿existe esta autonomía en las sociedades contemporáneas?
El análisis de este tema en la época moderna viene de lejos y no debiera despacharse con simplificaciones de dos índoles: la de quienes sostienen que los que no comparten su visión de mundo expresan una falsa conciencia que debe ser educada (pero ¿quién educa a los educadores? se preguntaba Marx) y la de quienes sostienen que quienes consideran que existe un condicionamiento social a lo menos parcial de la conciencia y de las conductas serían solo portadores de una visión elitaria.
En efecto, estos temas han sido tratados desde la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, la alienación de Marx, la falsa conciencia de Lukács, el peso del inconsciente de Freud y se prolongaron en el concepto de “sistema de ideas” de Antonio Gramsci (1891-1937) como “concepción del mundo” que se manifiesta tanto en los temas de la vida individual como colectiva y se expresa con distintos grados de elaboración, desde el sentido común, la religión y el folclor hasta la filosofía, aunque no al margen de las relaciones de poder existentes, pues las ideas dominantes suelen ser las de los sectores dominantes en la sociedad.
Los trabajos de Pierre Bourdieu (1930-2002) van en el mismo sentido, al elaborar la noción de “violencia simbólica”, aquella que interioriza las relaciones de poder y las convierte en sentido común, incluso para las personas que las padecen. Para Bourdieu, es una conducta socialmente construida que suele influir en los límites con los que se piensa e interpreta las percepciones sobre la realidad: “en cuanto instrumentos estructurados y estructurantes de comunicación y de conocimiento, ‘los sistemas simbólicos’ cumplen su función de instrumentos o de imposición de legitimación de la dominación que contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre otra (violencia simbólica) aportando el refuerzo de su propia fuerza a las relaciones de fuerza que las fundan, y contribuyendo así, según la expresión de Weber, a la ‘domesticación de los dominados’”.
La crítica de Byung-Chul Han a la sociedad contemporánea, por su parte, se centra en la idea que se ha perdido cada vez más la capacidad de escuchar, dada «la creciente focalización en el ego, el progresivo narcisismo de la sociedad«. Sostiene Han que «en la comunicación analógica tenemos, por lo general, un destinatario concreto, un interlocutor personal. La comunicación digital, por el contrario, propicia una comunicación expansiva y despersonalizada, que no precisa interlocutor personal, mirada ni voz» pues “los medios sociales no fomentan forzosamente la cultura de la discusión”, concluyendo que “a menudo los manejan las pasiones. Las shitstorms o los ‘linchamientos digitales’ constituyen una avalancha descontrolada de pasiones que no configura ninguna esfera pública«.
Este pesimismo absoluto de Han no considera suficientemente que en materia de valoración de la igualdad de condiciones y de la reciprocidad en la vida social, así como de disposición de ayuda al que lo necesita más allá del ámbito familiar, existe una dimensión cultural (la historia y los valores y simbolizaciones específicas de cada agrupación humana) y también factores evolutivos (genéticos), como subraya Peter Singer. Ambos elementos explican que esas conductas tendientes a la solidaridad colectiva existan espontáneamente en las diversas sociedades modernas. Aunque no suelen predominar espontáneamente en el funcionamiento político, social y económico, son la base para construir proyectos de comunidad política solidaria con agentes que estructuren por vías democráticas una influencia mayoritaria en la sociedad. Eso es materia de la dinámica política y de la evolución histórica de la sociedad civil y sus interacciones, que modulan o no en el espacio de cada Estado-Nación las ideas y conductas sociales solidarias o aquellas centradas en el interés individual o en las pasiones grupales destructivas. Estas suelen otorgar una base sociológica a un funcionamiento predominantemente jerarquizado, que produce y reproduce estructuras de dominación de categorías minoritarias sobre la mayoría social y propicia la violencia física y la violencia simbólica. En la esfera económica se consagran privilegiadamente las asimetrías estructurales de poder, en tanto la mayoría social solo dispone de su capacidad de trabajar para sobrevivir (en condiciones diversas en los distintos tipos de capitalismos y economías mixtas contemporáneas). Estas asimetrías de poder con frecuencia se acompañan de conductas culturales discriminatorias y del predominio del patriarcado.
Su desplazamiento ¿es una tarea imposible en un neoliberalismo que desregula las relaciones sociales y transforma la mayoría de los medios de comunicación en instrumentos de manipulación de conciencias y conductas? Afirmarlo supondría algún tipo ineluctable de “fin de la historia”, bajo el dominio de algún “hermano mayor” orwelliano o de variantes hiper-capitalistas de subordinación de la mayoría social a minorías dominantes.
El ”gran desplazamiento” de esas minorías es posible si se logra acciones colectivas diversas conducentes a una construcción paciente de visiones de mundo -y sus correspondientes políticas- alternativas a las dominantes, lo que es una tarea cultural y política de largo aliento para los sujetos que padecen o rechazan las relaciones de poder existentes en los capitalismos social y ambientalmente depredadores contemporáneos (y en los autoritarismos de cualquier naturaleza). Pero siempre con idas y venidas, avances y retrocesos, y con momentos de temor social conservador como el expresado el 4-S recién pasado en Chile luego de la rebelión social inorgánica de 2019 y el impacto de la pandemia.
En nuestra coyuntura, hay quienes no quieren sopesar el efecto de las visiones conservadoras del mundo, los sistemas de domesticación de los dominados y el narcisismo de la comunicación digital actual que -como en el caso de cualquier otra visión de mundo o mecanismo de dominación no tienen por qué sustraerse de la crítica social- en nombre del respeto de la autonomía de la conciencia. Respetarla no significa que se deba obviar que ha estado expuesta a lo largo de la historia a cambiantes condicionamientos políticos, culturales, económicos y tecnológicos, y que la democracia es precisamente el camino, con todas las derrotas parciales que se quiera, para superar esos condicionamientos afianzando su lógica de deliberación y participación de sujetos colectivos. Se trata de la construcción con múltiples voces de una esfera pública que exprese ideas, intereses e identidades de manera activa, transparente y contradictoria, en este caso orientada a la deconstrucción de la subordinación del trabajo, de la dominación de la mujer y de la depredación de la naturaleza.
La conducta humana nunca es puramente individual y alienada y permite la construcción de relaciones sociales que se orientan a limitar parcial o sistémicamente la concentración del poder y el individualismo negativo, lo que se expresa en la evolución no lineal y siempre sorprendente de las sociedades. Aunque estén plagadas de dimensiones actual y potencialmente destructivas y de grandes desafíos, hoy extensibles nada menos que a la propia supervivencia de las sociedades humanas tal como las conocemos, en muchas dimensiones éstas, siguiendo el balance de Steven Pinker, son hoy mucho mejores que aquellas en las que vivieron las anteriores generaciones.