Una biografía sobre el poder

por La Nueva Mirada

Andrea Insunza y Javier Ortega autores del libro “Enrique Correa/Una biografía sobre el poder” son creadores de la productora periodística “Un día en la vida”. Publicado en la colección “Tal cual” de la Escuela de periodismo UDP y Editorial Catalonia, la obra es resultado de intensos ocho años de investigación y entrevistas a casi doscientas personas que se traducen en más de quinientas páginas para una biografía no autorizada y rigurosa sobre una de las figuras más controvertidas de la política nacional.

A través del Correa seminarista, democratacristiano, marxista – leninista, dirigente clandestino, figura del exilio, mano derecha de Patricio Aylwin y luego asesor y lobista de grandes fortunas, el libro desnuda los resortes del poder y cómo este ha cambiado de manos en las últimas décadas. 

Gracias a una vívida reconstrucción de hechos, esta biografía de Enrique Correa es, ante todo, una historia sobre el poder. 

Como adelanto del libro recientemente publicado, se reproduce la Introducción de “Enrique Correa/ Una biografía sobre el poder” escrita por Andrea Insunza y Javier Ortega.

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El ingeniero civil Michel Jorratt estaba presionado por demasiados flancos. En los primeros meses de 2015 el llamado escándalo de las “platas políticas” amenazaba con hundir a los principales partidos del país y él, como director del Servicio de Impuestos Internos (SII), tenía la llave para que la investigación continuara, cayera quien cayera, o para desactivarla. Como un voraz incendio forestal, la trama estaba desnudando el financiamiento irregular y sistemático de grandes empresarios a políticos de derecha, centro e izquierda. Pero el avance de los fiscales a cargo dependía de que el SII aguantara las crecientes presiones para frenar la indagatoria, amenazas que venían desde sus superiores en el gobierno de Michelle Bachelet hasta la UDI en la oposición. Las pesquisas solo podían continuar si el equipo de Jorratt seguía presentando querellas por delitos tributarios contra todos los que resultaran responsables. Víctima de esas acciones penales ya estaba contra las cuerdas el holding Penta, con sus controladores, Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín, en prisión preventiva.

En uno de los momentos más complejos del escándalo, un amigo le propuso al atribulado Jorratt que fuera a cenar a su casa, para que ahí conversara con un experto en manejo de crisis, quien seguramente podría ayudarlo. Jorratt aceptó. Fue en esa velada que el ingeniero departió por primera vez con Enrique Correa, quien se mostró comprensivo y lamentó las presiones. Parecía dispuesto a aconsejarlo.

Un par de días después, Jorratt recibió el llamado de un senador de la Nueva Mayoría al que conocía y que supo del encuentro. Entonces el director del SII entendió el peligro. El amable invitado de esa noche era el cerebro detrás de las presiones que estaba recibiendo. Como asesor de dos empresas en el ojo del huracán –Penta y SQM– y cercano de varios de los políticos que estaban en la cornisa por recibir pagos ilegítimos –entre ellos el ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo–, difícilmente Correa podría ayudarlo de forma desinteresada. El ministro estrella de la transición chilena, luego consigliere de grandes empresarios, el mayor lobista del país y uno de los políticos más talentosos y mejor conectados de las últimas décadas era, a sus sesenta y nueve años, el coordinador en las sombras de la estrategia para echar tierra a este caso de relaciones espurias entre la política y el dinero. Correa era en realidad su adversario.

Treinta y tres años antes de esa cena, en el Chile del dictador Augusto Pinochet, el mismo Correa era un militante clandestino del MAPU Obrero y Campesino tras haber regresado del exilio con una identidad falsa. Vivía con lo justo y andaba sumergido en el mundo popular, amparado de la represión por la Iglesia Católica y sus curas obreros. Se hacía llamar “Federico Martínez” y en el invierno usaba poncho y una larga bufanda. Pese al peligro y las apreturas, se sentía a sus anchas haciendo clases de marxismo a jóvenes pobladores y asesorando sindicatos de trabajadores, los que comenzaban a unirse para plantar cara a la dictadura. Con los años, calificaría esos días como algo muy parecido a la felicidad. 

¿Qué había ocurrido para que ese católico de base e izquierdista clandestino defendiera ahora prácticas empresariales espurias y fuera visto como un personaje casi radiactivo por quienes trataban de destapar la influencia bajo cuerda de las grandes fortunas en los engranajes de nuestra democracia?

Auscultar su trayecto vital sirve para repasar procesos sociales y culturales que han dejado huella, como la revolución cubana, el Concilio Vaticano II, la Guerra Fría y la caída del muro de Berlín; la “Patria Joven”, la Unidad Popular y la dictadura en Chile; el quiebre y el reencuentro entre laicos de izquierda y cristianos progresistas; la recuperación de la democracia y el ciclo de mayor crecimiento económico vivido por el país; el declive del Estado desarrollista, el ocaso de la Iglesia Católica y de los partidos de los años 50 y 60, así como el cambio de eje en los circuitos del poder en Chile, que se desplazaron desde el Estado hacia el empresariado y las lógicas del mercado a partir de los 90.

Con esos frescos de fondo, un muchacho de provincia, sin contactos ni dinero, pero con una temprana pasión por la política y el poder, logró convertirse en uno de los políticos más influyentes y atípicos de su tiempo. En todos estos procesos, primero desde roles tradicionales –militante, dirigente, ministro– y luego como consigliere y lobista, Correa se las arreglaría para ser protagonista, como un impulsor de los cambios o subiéndose a ellos a la carrera y en el momento justo. O, en el atardecer de su vida, como freno de ellos. Gracias a su talento y un liderazgo inicialmente solapado, fruto de una personalidad dada a la trastienda, se transformaría en rostro de la nueva democracia y, más tarde, como asesor de presidentes y de grandes empresarios, en símbolo de poderío. Su ascenso, participación y declive en los centros de toma de decisión están indisolublemente ligados a la historia reciente de este país.

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Había nacido en una familia de clase media baja de Ovalle y creció cuidado por una madre a la que adoraba y que le inculcó su profunda fe católica. Esa fe lo atrajo a la parroquia de su pueblo y lo llevó más tarde al Seminario, donde estuvo un año discerniendo su vocación sacerdotal, cuando la Iglesia Católica era el motor de los cambios sociales y una sofisticada escuela en el oficio de influir. Eran los años en que la Juventud de Estudiantes Católicos reclutaba a niños provincianos como él, que pasarían a militar en la Juventud Demócrata Cristiana entusiasmados con el liderazgo de Eduardo Frei Montalva y su “Patria Joven”. 

Un poco más tarde, cuando el socialismo se erigía como una alternativa al capitalismo, lo influiría su padrino, responsable de su primer acercamiento al comunismo. Ya en Santiago, se ilusionó con la idea del “hombre nuevo” y llegó a definirse como un marxista – leninista “por los cuatro costados”, aunque, salvo algunas interrupciones, no dejó de ir a misa y comulgar por el resto de su vida.

Cuando decidió estudiar Filosofía y sumergirse de lleno en la Juventud Demócrata Cristiana, ya tenía claro que quería ser un político profesional. Lo avalaban una aguda inteligencia orientada a lo práctico, una más que aceptable formación humanista y una capacidad sobresaliente para entender las lógicas del poder. Pero su proyecto de dedicarse a la política tenía una dificultad: cara a cara era un seductor, un conversador consumado, aunque no un gran orador, destreza relevante en esos días. Desde pequeño lidiaba con los resabios de una tartamudez que buscaba suplir siendo enfático, lo que lo hacía parecer enojado. Además, era de provincia, gordo, de baja estatura y descuidado en el vestir. Mientras sus amigos brillaban en el podio, él, abajo, se convenció de que lo suyo era mantenerse en un segundo plano, en el manejo de la orgánica y la logística –una enorme fuente de poder en las décadas de oro de los partidos–, organizando a otros en proyectos liderados por otros. 

A fines de los 60 protagonizó un decisivo choque entre la izquierda laica y el mundo cristiano al contribuir a quebrar la DC para fundar el MAPU, con el que se sumó a la Unidad Popular y al gobierno de Salvador Allende. Luego, en medio de las tensiones entre la izquierda moderada y la ultra, se cuadró con la primera y fue de los fundadores del MAPU-OC, un partido pequeño al que dedicaría la siguiente década de su vida y que, años más tarde, sería mitificado como el origen de una red transversal de poder en las sombras.  

A los veintisiete años sufrió la tragedia del golpe de Estado, la persecución y el exilio. Vivió en La Habana, Moscú y Berlín Oriental, donde primero se encandiló con los socialismos reales, para más tarde declararse decepcionado y unirse a la renovación, en un proceso que le costó más de lo que relataría en el futuro. Dos veces volvió a Chile clandestino. La primera, entre 1975 y principios de 1977, cuando tuvo que dejar el país sancionado por su partido. La segunda, a fines de 1981, cuando se quedó definitivamente con una identidad falsa. En el exilio debió enfrentar un juicio político por aspectos de su vida personal que algunos de sus correligionarios criticaban. Como en otros momentos de mucha tensión, ese trance afectó su salud.

En Chile, donde la resistencia a la dictadura se congregó inicialmente en las vicarías y parroquias católicas, Correa se reencontró con amigos sacerdotes que lo recibieron como al hijo pródigo. Documentos inéditos de la época muestran que venía con un plan político propio: volver a unir a socialistas y cristianos de avanzada para conformar una nueva fuerza popular de izquierda, aprovechando el ímpetu de las protestas callejeras. Quería reparar la herida que había dejado la creación del MAPU más de una década antes. Fue la única vez que se jugó por un proyecto diseñado por él mismo, en vez de secundar el de otros, y naufragó en su empeño. 

Como dirigente de un partido en vías de extinción y con su proyecto político derrotado, supo reinventarse. De cara al plebiscito de 1988 se sumó al pragmático diseño del economista Edgardo Boeninger para dejar la dictadura atrás y se reconcilió con sus viejos adversarios de la DC, muy especialmente con Patricio Aylwin, su gran prócer de la infancia y su adversario de juventud.

Ese reencuentro marcó un antes y un después en su carrera, pues Aylwin lo eligió como su izquierdista de confianza y lo obligó a asumir el cargo más expuesto de su gabinete: la vocería. Desde esa posición fue la cara pública del primer gobierno democrático tras el golpe de 1973, pero también el negociador oficioso con el Ejército y la izquierda, dos de los flancos más delicados de Aylwin. Correa fue clave en destrabar las dos grandes crisis de la transición: el “ejercicio de enlace” y el “boinazo”, lo que lo catapultó como ministro estrella. Pocos notaron por entonces que en el primero había cometido un grueso error de interpretación, mientras que en el segundo se sobregiró en sus gestos a Pinochet, lo que resintió su relación con el Presidente. 

De pasar hambre y apreturas como militante clandestino a principios de los 80, y ver en el dinero algo casi pecaminoso, en el gobierno entendió de golpe el enorme poder de contar con grandes sumas, gracias al abultado presupuesto de gastos reservados con que contó su Ministerio, lo que cambió para siempre su manera de entender la política. 

Lo más decisivo, sin embargo, fue que Aylwin lo sacó definitivamente del anonimato. Lo conocieron la derecha, los militares y los empresarios –los poderes fácticos de la época–, que lo habían recibido con desconfianza y desprecio. Así, pasó de ser el “comunista” de La Moneda a tener un nuevo apodo a sus espaldas: “el pebre”, picante pero bien preparado.

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El paso al lobby no fue directo ni planificado. Cuando dejó La Moneda al terminar el mandato de Aylwin, tenía toda la intención de seguir en la política formal desde el Senado, lo que no consiguió. Su última oportunidad en la política tradicional se abrió a fines de 1997, cuando el Presidente Eduardo Frei Ruiz- Tagle debió designar a tres de nueve senadores designados, un enclave autoritario introducido por la Constitución de 1980. Se daba por descontado que, por sus méritos, Correa sería uno de los elegidos. Sin embargo, fue descartado “por razones de índole personal”. En un país más tolerante esa discriminación basada en rumores sobre su vida privada habría generado indignación, pero no ocurrió nada y allí se cerró su carrera política formal. 

A lo que no renunció fue a su afán por participar e influir en los núcleos de toma de decisiones. Siguió prestando sus servicios al progresismo, especialmente ayudando a resolver crisis que a su juicio debilitaban la figura del Presidente de la República o el sistema político, cuando este cargo era ocupado por alguien de centroizquierda. Así ocurrió con todos los sucesores de Aylwin en La Moneda. En la acusación constitucional contra Pinochet cuando era Presidente Frei Ruiz-Tagle; en el caso MOP-Gate de Ricardo Lagos; en el desastre del 27-F de Michelle Bachelet y en el escándalo de las “platas políticas” durante Bachelet II, la mayor crisis de todas, Correa se jugó a fondo como “bombero de la Presidencia”. Poniéndose desde un principio a disposición de estos gobernantes, lo suyo era un servicio ad honorem y con dedicación total cuya marca de fábrica fue acoger al caído, reforzando el eslabón más débil de la coraza presidencial con una buena defensa legal y recursos para su subsistencia.

A esas alturas, había captado la potencia del poder informal, en manos del mundo privado. Tomó, entonces, un nuevo camino como lobista, en el que fue clave su valoración entre los empresarios como político agudo y pragmático, además de bien conectado con mundos ajenos a los negocios. El primero que le ofreció trabajar con él fue Andrónico Luksic Abaroa, patriarca de una de las fortunas más pujantes del país. Correa aceptó ser su consigliere y formó su propia empresa, que en 2002 se convertiría en el grupo Imaginacción, su mítica consultora de lobby y manejo de crisis.

La relación con Luksic Abaroa le abrió las puertas de otros grandes empresarios, como Álvaro Saieh y Julio Ponce Lerou. Los tres eran de provincia y ajenos a la elite económica tradicional, que los miraba con abierto desdén. Correa puso a su disposición lo que más buscaban: información de primera mano y su mirada estratégica sobre el tablero político. Sus servicios personales también incluían sugerirles a qué candidatos de la centroizquierda apoyar económicamente en alguna elección, lo que lo convirtió en un eslabón muy valioso, tanto para los financiados como para sus mecenas. Y a eso sumó la representación de los intereses de sus empresas, muchas veces en contra de reformas clave de gobiernos progresistas como los de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet. 

Una vez privatizado, siguió siendo un consigliere pro – bono de la Iglesia Católica cuando a contar de 2010 la cúpula eclesial se vio remecida por una serie de escándalos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes.

En resumen, gracias a sus servicios a grandes empresarios, a los gobernantes de turno y a la Iglesia Católica, así como a su rol de canalizador de fondos privados a campañas políticas, Enrique Correa llegó a ostentar una enorme influencia como el principal lobista del país. Hasta que, en 2014, el primer año del segundo gobierno de Bachelet, estalló el caso “platas políticas”, que dejó en evidencia el financiamiento irregular y sistemático de grandes empresarios a los principales partidos. En un principio el escándalo se circunscribió a la UDI y al grupo de empresas Penta, pero cuando los fiscales pusieron en la mira a SQM y a Ponce Lerou, pronto se hizo evidente que la práctica era transversal.

Cuando el escándalo entró al corazón de La Moneda y amenazaba con derribar la estantería completa, Correa llevaba semanas maniobrando para apagar la crisis. Por sus vínculos con el gran capital, tenía clarísimo que si el incendio no se acotaba arrastraría a otras empresas, por un lado, y a gran parte de la oposición y el oficialismo. En eso estaba cuando cenó con el director del SII, Michel Jorrat.

Su estrategia y la circunstancial alianza de fuerzas que complotaron para exorcizar el peligro funcionaron. Fue quizás uno de los mayores éxitos de sus más de sesenta años en la política. Paradójicamente, fue también el principio de su lento y solitario ocaso.

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