La poderosa triada de la Maga, un ser capaz de embrujar generaciones

por Karen Punaro Majluf

La inexplicable fascinación que el personaje enciende en las lectoras puede entenderse en la empatía que genera por el constante sufrimiento en su historia de vida. Generaciones de mujeres han querido ser como ella, sin ver que su constante porfía de ser casi intangible la llevaron a perderlo todo. 

La Maga es, quizá, uno de los personajes más seductores de la literatura latinoamericana. Desde que se publicó Rayuela -en 1963-, cientos de mujeres de todo el mundo quisieron ser como ella, identificándola como apasionada, simple, moderna y libre. Y si bien Julio Cortázar reconoció décadas más tarde que la novela cae en lo machista, generaciones de féminas la han admirado con fascinación haciendo “vista gorda” de sus carencias, desprolijidad y baja autoestima.

Ese amor que el público siente por la Maga nace, a mi parecer, en la identificación con los dolores que padeció; con el deseo de vivir una pasión aún cuando termine en tragedia; y en las ganas de ser únicas dentro de un grupo de hombres (que si bien la desprecian intelectualmente, sienten envidia de su sensibilidad y capacidad para ver la vida de manera inocente).

Lucía, su verdadero nombre, es una uruguaya que llega a París con su pequeño hijo Rocamadour, sin un peso y con el sueño de convertirse en cantante. Es en la capital francesa donde conoce a Horacio, pues como él mismo dice “andábamos sin buscarnos, pero sabíamos que andábamos para encontrarnos”. Entre ambos nace una pasión que se sustenta en el sexo –que a ratos agobia a la Maga- y en la fascinación que él siente por la libertad que ella irradia (este último punto se contrapone con el total amarre que el protagonista tiene con la racionalidad intelectual). 

Ambos tienen un idioma propio inventado por Horacio. Hablar en glíglico es hablar en el lenguaje del amor, con un ritmo que permite entender qué se dice aún cuando no se conozca término alguno.


Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las anillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios”. 

(Rayuela, capítulo 68).

Carencias y violación

La Maga creció entre la pobreza y el estigma de un padre alcohólico que la maltrató. Esta fue su primera experiencia negativa con un hombre, la cual repetiría con el papá de Rocamadour, un par de amoríos más en Uruguay y el fallido romance con Horacio. 

Lo más violento de su historia lo vivió a los 13 años cuando fue violada por “el negro del conventillo”. Es ella misma quien lo cuenta en la novela, pues en Rayuela la mayoría del relato se hace a través de diálogos, y a La Maga se la conoce más por lo que los miembros del Club de la Serpiente dicen de ella que por lo que el narrador expresa. 


Cuando iba a encender la vela de la mesa de luz una mano caliente me agarró por el hombro, sentí que cerraban la puerta, otra mano me tapó la boca, y empecé a oler a catinga, el negro me sobaba por todos lados y me decía cosas en la oreja, me babeaba la cara, me arrancaba la ropa y yo no podía hacer nada, ni gritar siquiera porque sabía que me iba a matar si gritaba y no quería que me mataran, cualquier cosa era mejor que eso, morir era la peor ofensa, la estupidez más completa. ¿Por qué me mirás con esa cara, Horacio? Le estoy contando cómo me violó el negro del conventillo, Gregorovius tiene tantas ganas de saber cómo vivía yo en el Uruguay.

—Contáselo con todos los detalles —dijo Oliveira.

—Oh, una idea general es bastante —dijo Gregorovius.

—No hay ideas generales —dijo Oliveira.

(Rayuela, capítulo 15).

La Maga es práctica, por ello dice preferir una violación antes que la muerte. Ella siente que nunca tuvo infancia y esa dureza se contrapone con su sensibilidad. Esta dicotomía puede generar en el lector (a) una identificación con el personaje, lástima ante su dolor o un deseo de terminar con la violencia que sufren las mujeres.

Para crear el personaje, Julio Cortázar se inspiró en Edith Arón, escritora y traductora al alemán de los principales autores latinoamericanos como Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Octavio Paz y Elena Garro, entre otros.

Cortázar y Aron se conocieron en 1950 a bordo del buque Conte Biancamano que iba desde Buenos Aires a Europa. Ambos cruzan miradas cuando el escritor tocaba un tango al piano, sin embargo no entablan conversación. Luego se encuentran en París, casualmente, en la librería Saint-Germain, donde tampoco hablan. Esta serie de coincidencias llevan a Cortázar a pensar que andaban sin buscarse pero sabiendo que se encontrarían. La primera cita fue en un café y él le regaló el poema “Los días entre paréntesis” dando inicio a “una compleja historia de amor”, como ella misma declaró años más tarde. 


“También por azar. Tomamos un café cerca y nos dimos cuenta que teníamos algunos amigos argentinos en común que vivían en París. Eran Sergio Castro, un joven pintor alumno de Torres García, y la escultora Alicia Penalba”

(Entrevista a Edith Aron por los 50 años de la publicación de Rayuela, El Clarín).

Aron afirma que varios episodios que vivió con Cortázar aparecen en Rayuela protagonizados por Horacio y Lucía sin embargo jamás le gustó como fue creado “su” personaje. “Le costó reconocerse en el retrato de la Maga, una joven inocente, alta, de ojos bellos y cintura delgada. Fumaba, como ella, Gitanes, pero ni iba despeinada ni llevaba los zapatos rotos”, cuenta la hija de la escritora, Joanna Bergin, en una entrevista que da a Uppers en 2021.

Fue tal la molestia de Aron con el personaje de la Maga, que el alejamiento con Cortázar fue algo inevitable. Todo explota cuando el escritor la vetó como traductora de sus novelas: 

“Me traicionó. Me causó mucho daño. Yo traducía sus cuentos al alemán y de repente me dejaron de encargar sus traducciones. Muchos años después, al editarse las cartas entre él y su editor Paco Porrúa, entendí qué había pasado”.

(Entrevista a Edith Aron por los 50 años de la publicación de Rayuela, El Clarín).

Al igual que Horacio y la Maga, la relación pasional y tormentosa de Cortázar y Aron terminaba con una explosión de dolor y rabia que los llevó a alejarse para siempre. 

Las hojas y sus venas

La Maga se quedaba triste, juntaba una hojita al borde de la vereda y hablaba con ella un rato, se la paseaba por la palma de la mano, la acostaba de espaldas o boca abajo, la peinaba, terminaba por quitarle la pulpa y dejar al descubierto las nervaduras, un delicado fantasma verde se iba dibujando contra su piel. Etienne se la arrebataba con un movimiento brusco y la ponía contra la luz. Por cosas así la admiraban, un poco avergonzados de haber sido tan brutos con ella, y la Maga aprovechaba para pedir otro medio litro y si era posible algunas papas fritas.

(Rayuela, capítulo 4).


Este acto tan sutil y prolijo, como pelar una hoja hasta dejarla en “huesos”, es una metáfora profunda en Rayuela. Así lo explica el mismo personaje de Horacio, cuando dice no se trata de un hecho sin sentido recoger hojas muertas, sino que todo se debe entender en la relación que la Maga establece con ellas. “Ahí yace la posibilidad de saberse ella misma, a pesar de ser pulpa   desgarrada, hoja   suelta   que  representa   el   rumbo   indefinido, y   que sufre las circunstancias de una cotidianidad marchitada por la metáfora de la indiferencia. Así, la hoja suelta represente la vida que va muriendo a medida que pasa el tiempo, y propone a la Maga como quien se vive en el infinito de lo efímero”, explica el académico de la Universidad de Buenos Aires, Daniel Link. 


Era insensato querer explicarle algo a la Maga. Fauconnier tenía razón, para gentes como ella el misterio empezaba precisamente con la explicación. La Maga oía hablar de inmanencia y trascendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la metafísica a Gregorovius.

(Rayuela, capítulo 4).

Así como la dicotomía de Horacio se encuentra entre la pasión irracional por la Maga y su irrefrenable racionalidad por saberlo todo; en ella la dualidad está en saberse menospreciada y al mismo tiempo admirada, rodeada de vida, pero encadenada a las contantes pérdidas. “Así, la hoja suelta represente la vida que va muriendo a medida que pasa el tiempo, y propone a la Maga como quien se vive en el infinito de lo efímero”, señala Link.  


A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él un momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba (…), pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él y lo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz (…). Una noche le clavó los dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado, un poco perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como si la Maga esperara de él la muerte (…)

 (Rayuela, capítulo 4).

La pérdida: el fin del amor

La vida de la Maga está marcada por las pérdidas: perdió el derecho a la infancia, perdió su virginidad al ser violada, perdió varias veces el amor, perdió a su hijo. ¿Quién no ha sufrido una pérdida? Por ello, identificarse con el personaje, sin necesariamente haber sufrido los mismos hechos, y al mismo tiempo verla como una mujer con ganas de ser feliz es un aliciente a imitar… Esto, porque una lectura superflua de Rayuela no permite ver a la verdadera, a Lucía, a quien se la reconoce en esos pequeños instantes en los que calla.

Pero, si es difícil entender a la Maga es porque Horacio nunca la comprendió realmente, sintiéndose siempre abrumado y aburrido, menospreciando sus historias que –en el fondo- le contaban quién era. La sorpresa más grande para el protagonista fue saber que ella tenía un hijo, Francisco, a quien prefería llamar Rocamadour. Un bebé que no quiso abortar, pero que tampoco deseaba cuidar, por lo que podían pasar largos períodos en los que no lo visitaba en casa de madame Irene.

Recién cuando el niño enferma la Maga se lleva consigo a su hijo, mas es incapaz de cuidarlo. Este golpe de realidad en la cabeza de ella hizo pensar a Horacio que –quizá- había recuperado la cordura, sin embargo una discusión sobre cuántos hombres la habían violado en su vida –tras el episodio con el negro del callejón- la alejan de su labor como madre. 

La Maga fue hasta la cama baja que les había prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba casi espacio para vivir, pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el hospital de niños. Había sido necesario acompañarla al campo el mismo día del telegrama de madame Irène, envolver a Rocamadour en trapos y mantas, instalar de cualquier manera una cama, cargar la salamandra, aguantarse los berridos de Rocamadour cuando llegaba la hora del supositorio o el biberón donde nada podía disimular el sabor de los medicamentos.

(Rayuela, capítulo 19).


¿Es la Maga incapaz de reconocer la muerte? ¿Acaso su espíritu ligero la tenía impedida de leer los rostros y entender que algo pasa? 

Rocamadour llevaba varios días hirviendo en fiebre y ella lo cuida mientras lo ve dormir. Horacio llega a casa e inmediatamente nota que el niño ha muerto, pero opta por no decírselo a la Maga y encapsula la tragedia para poder seguir la programación normal de una noche con el Club. Cada uno de los miembros de esa “secta” de engreídos intelectuales opta por callar, esperando que la madre al fin se de cuenta del desenlace del bebé. 

Se había puesto a llorar, de un manotazo levantó el pickup con el último acorde y como estaba al lado de Gregorovius, inclinada sobre el amplificador para apagarlo, a Gregorovius le fue fácil tomarla por la cintura y sentarla en una de sus rodillas. Empezó a pasarle la mano por el pelo, despejándole la cara. La Maga lloraba entrecortadamente, tosiendo y echándole a la cara el aliento cargado de tabaco.

—Pobrecita, pobrecita —repetía Gregorovius, acompañando la palabra con sus caricias—. Nadie la quiere a ella, nadie. Todos son tan malos con la pobre Lucía

—Estúpido —dijo la Maga, tragándose los mocos con verdadera unción—. Lloro porque me da la gana, y sobre todo para que no me consuelen. Dios mío, qué rodillas puntiagudas, se me clavan como tijeras.

(Rayuela, capítulo 28).


La Maga le recrimina a Horacio falta de consuelo por la muerte de Rocamadour, quien ni siquiera asiste al del niño. Por un lado él se dedica a recorrer París, mientras ella debe afrontar la última pérdida de su vida (al menos de lo que se conoce en el libro). 

Tras el sepelio, Horacio regresa a Buenos Aires. En Argentina el protagonista de Rayuela se reencuentra con unos viejos amigos, Traveler y Talita -a quien identifica con su desaparecida Lucía- y en un primer momento se instala a vivir con su exnovia, Gekrepten… De la Maga nunca más se supo.

Horacio tiene razón, no me importa nada de ti a veces, y creo que eso me lo agradecerás un día cuando comprendas, cuando veas que valía la pena que yo fuera como soy. Pero lloro lo mismo, Rocamadour, me equivoco, porque a lo mejor soy mala o estoy enferma o un poco idiota, no mucho, un poco pero eso es terrible, la sola idea me da cólicos, tengo completamente metidos para adentro los dedos de los pies, voy a reventar los zapatos si no me los saco, y te quiero tanto, Rocamadour, bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete.

(Carta de la Maga a Bebé Rocamadour, bebé, mon bebé. Rocamadour)


Esa Maga; excéntrica y despreocupada, fugaz y receptiva de detalles superfluos, ajena y al mismo tiempo presente, encandiló a una generación de mujeres que desearon ser ella, muchas, muchísimas –por no decir todas- excepto una, la verdadera Maga, Edith Aron.

 

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