La campaña electoral de Estados Unidos ha tenido unas semanas de vaivén abrupto y panorama cambiante en los cálculos políticos. Las encuestas de opinión se tornan obsoletas día a noche, y los entusiasmos se alternan con la desazón noche a día.
Uno perdió, el otro no ganó
A fines de junio los presuntos candidatos presidenciales Donald Trump, republicano, y Joe Biden, demócrata, se midieron cara a cara en un debate televisado desde la ciudad de Atlanta (Georgia).
Un espectáculo patético en el cual el torrente incesante de falsedades y tergiversaciones por parte de Trump anonadó a Biden que apareció confundido y lento.
El consenso de analistas y dirigentes políticos, respaldado por las encuestas, fue que Biden perdió la contienda y dejó a la luz pública un deterioro de su capacidad, al menos, para la polémica.
El mismo consenso rehusó darle a Trump una victoria. En la avalancha de advertencias y sospechas acerca de la condición mental y física de Biden quedó medio oculto el hecho de que nadie elogió el desempeño de su rival.
A ese debate siguió uno, de unas dos semanas, con un coro creciente de políticos demócratas que primero se animaron a especular, luego se atrevieron a pedir y finalmente reclamaron que el presidente Biden, de 81 años de edad, se retirara de su campaña por la candidatura para la reelección.
La atención mediática se concentró en el Partido Demócrata, la renuencia de Biden a abandonar su postulación, las angustias de votantes y activistas demócratas que, por un lado, elogiaban lo que Biden ha hecho hasta ahora, pero dudaban de lo que pudiera hacer en los próximos cuatro años.
Bala perdida
En el segundo sábado de julio, cuando Trump hablaba a sus simpatizantes en Butler (Pennsylvania) – según la versión oficial – un joven la disparó desde una azotea a 150 metros y, por suerte, la bala rozó la oreja del expresidente.
El ataque, cuyos motivos y detalles siguen siendo un misterio, succionó la atención de los medios y del público y Trump retornó al centro del escenario político, con lo cual el debate sobre el debate con Biden quedó relegado.
Muy al tono de los asesinatos e intentos de asesinato políticos en la historia de Estados Unidos, el hecho de que el atacante haya muerto baleado de inmediato abrió las compuertas para las especulaciones, conjeturas y todo tipo de teorías de conspiraciones.
Los simpatizantes de Trump, obviamente, atribuyen el ataque a designios y maquinaciones del deep state, que viene siendo el Estado mismo. No sólo un gobierno u otro, sino la estructura de instituciones que conforman el conglomerado institucional que trasciende a los partidos políticos. Los políticos pasan, el deep state permanece.
“A Trump, primero quisieron negar su victoria en las elecciones de 2016, luego intentaron juicios políticos, luego le iniciaron causas judiciales ridículas, y no pueden pararlo”, afirmó el propagandista reaccionario Tucker Carlson. “¿Cuál es el paso próximo? Estados Unidos marcha a un asesinato”.
Quienes no simpatizan con Trump han circulado sus sospechas que apuntan a detalles confusos en el ataque mismo o que sugieren, según los suspicaces, que el ataque fue un montaje publicitario.
Gol en contra
Cinco días después que una bala le sangró a oreja, Trump tuvo la mejor oportunidad, hasta entonces, de pulir su imagen presidenciable y de confirmar para sus huestes la percepción optimista y la actitud ganadora hacia las elecciones del 5 de noviembre.
La ocasión fue cuando Trump, de 78 años de edad, aceptó, oficialmente, la postulación como candidato presidencial en la Convención Nacional del Partido Republicano en Milwaukee (Wisconsin).
La convención atrajo unos 50.000 visitantes a la ciudad y el montaje en el Fiserv Forum fue espectacular, como podía esperarse.
Trump inició su discurso con un relato emotivo y solemne de su galanteo con la muerte que los asistentes escucharon en silencio.
“Si no hubiese movido la cabeza en ese último instante, la bala del asesino hubiera alcanzado perfectamente su blanco”, dijo Trump. “Y yo no habría estado aquí, esta noche. No estaríamos juntos”.
Pero pronto el discurso, que duraría 93 minutos, empezó a diluirse en las improvisaciones y los devaneos típicos de Trump que dieron abundante trabajo para quienes se ocupan de verificar las afirmaciones de los políticos.
En lugar de salir de la Convención con una imagen más conciliadora y atractiva para los votantes independientes, Trump confirmó que sigue siendo el mismo que la mayoría de los votantes ha repudiado dos veces.
Biden, el judoka
Pasado el clímax republicano de la Convención Nacional, la atención mediática y la discusión a nivel de votantes retornaron al drama del Partido Demócrata que, a la zaga en las encuestas, no lograba librarse de la postulación de Biden para un segundo mandato.
Con abundancia se analizó, evaluó y sopesó el asunto de la edad con mucho cuidado de no caer en la aceptación, políticamente incorrecta, de que los viejos son viejos porque llegan (llegamos) a cierta edad con menguas de energía, agilidad y lucidez.
Biden se resistió a los consejos cariñosos y los empujones prácticos de políticos demócratas, especialmente los que ocupan ya cargos electivos y medían el desaliento de los votantes cuando faltan catorce semanas para la elección.
Para muchos demócratas, el empecinamiento de Biden y la intensidad de las presiones por su renuncia agitaron un fantasma llamado “Chicago 1968”.
En ese año, marcado por las protestas contra la guerra de Vietnam, y los asesinatos del adalid de los derechos civiles Martin Luther King y del senador demócrata Robert Kennedy, el entonces presidente (demócrata) Lyndon Johnson, anunció que no buscaría la reelección.
De modo que la decisión cayó en la Convención Nacional Demócrata reunida esa ciudad de Illinois, una congregación rodeada de disturbios callejeros, disputas en la sala, y disensos que resultaron en la candidatura del vicepresidente Hubert Humphrey derrotada en noviembre.
El domingo 21 de julio en un mensaje en la red social X, Biden anunció finalmente que se retiraba de la competencia dejando paso para la candidatura de la vicepresidente Kamala Harris.
Una maniobra de judo político que desequilibra el ímpetu de Trump, cuya campaña ahora contra Harris deberá cuidarse de no caer demasiado en los exabruptos racistas o misógenos.
La decisión de Biden ha tenido algunas consecuencias inmediatas y otras de más largo plazo.
Es la primera vez que una mujer “de color” (hija de padre jamaicano negro, y de madre nacida en India), que ya es la primera mujer vicepresidente de EE.UU., está a un paso de ser candidata presidencial. No es la primera mujer con esa distinción: Hillary Clinton fue candidata presidencial en 2016.
Harris tiene 59 años de edad. Su postulación, así como así y de pronto, pone al Partido Demócrata en sintonía con gente más joven, y deja al Partido Republicano ensillado con la candidatura de un anciano propenso a las frases confusas, las mentiras descaradas, y los olvidos.
Toda la sorna, los insultos, las bromas de mal gusto, los memes cibernéticos que por meses tuvieron como blanco a Biden, ahora pueden retornar para menoscabo del candidato Trump.
Tras dos décadas de esclerosis creciente en la clase política de Estados Unidos, durante las cuales la llamada boom generation ha permanecido demasiado en el centro de escenario, la candidatura de Harris abre un poco la esperanza de una renovación.
Desde el fin de la Convención Republicana hasta el domingo, la campaña presidencial de Trump recibió donaciones por unos 53 millones de dólares. En los cuatro días después que Biden notificó su salida de la campaña, la de Harris recolectó donaciones por 100 millones de dólares.
Y, para desaliento ahora de los republicanos, las encuestas de opinión muestran que Harris, con apenas días de campaña, está empatada con Trump quien ha vivido en campaña permanente desde su derrota en 2020.
Pero las encuestas son veleidosas. Queda por verse si la Convención Nacional Demócrata, que debe reunirse del 19 al 22 de agosto en Chicago (fantasmas del pasado), hace oficial la candidatura de Harris o se disuelve en peleas internas.